Ex libris

Sep. 22

EX LIBRIS 

 


Un ex libris es una estampa, un sello o etiqueta, diseñado de forma personalizada para marcar la propiedad de un libro. Se coloca en la primera página en blanco o en el reverso de la tapa y contiene el nombre del propietario. Un ex libris es entonces una forma artística de decir “este libro es mío”. 

 

Existen desde siempre, pero, en algún momento, se perdió esa costumbre dandy y el arte de nombrar libros se volvió un lápiz o, en casos de profunda seguridad, una lapicera. Hay algo romántico en tener un sello, con dibujos y arabescos que rodean el nombre propio, para impregnarlo en una hoja. Quise uno desde que descubrí que existían, así que cuando encontré a alguien que se dedicaba a hacerlos, se lo encargué. Porque ¿quién no desea sentirse ama y señora renacentista, sellando sus libros? 

 

Cuando el ex libris llegó, procedí de inmediato a estampar todos mis libros, en una ceremonia de bautismo un día de verano. El sello iba y venía de la almohadilla a la página primera de cada libro y viceversa. El ventilador colaboraba con el secado de la tinta. Me sentía una artesana hilando su nombre en la trama de las hojas.

 

Cuando terminé, recién en ese instante, me hice la pregunta que quizás debería haberme hecho antes de todo: ¿por qué estampaba mis libros, realmente? Más allá de las ideas románticas y principescas, ¿por qué ese afán de dejar mi nombre en los libros? ¿Qué había en el fondo de mis motivos? ¿Quería marcar mi territorio, aseverar mi posesión, señalar y decir como una emperatriz: “todo esto me pertenece”? ¿Quería hacer con mis libros eso que nuestras madres hacían con nuestros uniformes escolares, etiquetarlos para que no se perdieran, que no se confundieran con otros?

 

La respuesta llegó en medio del sudor de la tarea finalizada: no, no quería eso. Tal y como terminaba sucediendo cuando éramos chiquitos con nuestras camperas del uniforme escolar o con la cartuchera — o incluso, incomprensiblemente, con la chomba del uniforme —,  que quedaban olvidados en el salón de actos, bajo la sombra de un árbol del patio, o entre los escombros de un día de clases, descubrí que mis libros marcados también tenían ese destino asegurado.  

 

Fantaseé entonces con que cada vez que prestara un libro mío, se llevara una porción de mi cuerpo, de mi nombre, con él. Que cada vez que mis libros se perdieran, en esa inevitabilidad que tienen las historias para escurrirse y buscar otros lectores, algo mío también se fuera con ellos. Que cada vez que viajaran, que cruzaran bordes y se escondieran en los pliegues de los lugares donde no puedo encontrarlos, mis subrayados encontrasen otros ojos. Estampar y sellar para que los libros fueran míos y no se perdieran, pero estampar y sellar para que cuando esa pérdida ocurriese (porque siempre ocurre, porque nunca deja de ocurrir) un poco yo también me perdiera con ellos. 

 

Henry Miller dijo una vez que los libros tienen la capacidad de hacer amigos por nosotros y que dejarlos inertes en un estante es desperdiciar munición. Guardar libros en la biblioteca es un fracaso anunciado: siempre se terminan yendo; siempre se pierden. Entonces, si ese es el final del camino y también el comienzo, quiero que mis libros se vayan a dar vueltas en las vidas de otros, en sus casas, sus ciudades, sus imaginaciones. Que mi sello sea un fragmento entre una genealogía de lectores que dejan sus marcas, en el cadáver exquisito de nombres y anotaciones que se desplegará en el tiempo. Quizás esto hasta logre inspirar el regreso triunfal de los ex libris. Me ilusiona pensar en primeras páginas selladas como pasaportes.    

 

Etiquetas con nombre y apellido en la ropa, esfuerzo materno de cuidado. Sellos con nombre y apellido en los libros, deseo vanidoso pero no de posesión sino de libertad. Y, si no, si todo esto no significa nada, al menos fue el regalo de ser una dama renacentista por una tarde de verano.

 

Texto: Marina Novello
Fotografía: Fer Valente

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