Bolsillos

Sep. 22

BOLSILLOS

 

En Franny and Zooey (Salinger, 1961), Bessie Glass se pasea por su departamento neoyorkino enfundada en un kimono azul. Un atuendo gastado que titila con el esplendor de los bolsillos enormes en los que ella acomoda su parafernalia de fumadora incorregible y handyman. Una prenda anómala, tremendamente moderna, que conjura la sofisticación de las cosas prácticas. Es una de mis imágenes favoritas de la literatura. 

 

Los bolsillos distribuyen bien el peso de los objetos, no limitan el movimiento y sobre todo, ofrecen un resquicio de intimidad. Son un espacio para guardar cosas y secretos, o para hundir las manos y esconder el cuerpo del frío, de la timidez, de la impaciencia. Para que los bolsillos funcionen tiene que entrar la mano entera, tiene que entrar el teléfono, las llaves, una billetera de tamaño razonable e idealmente, una libreta o libro pequeño. La tela con la que se confeccionan tiene que ser fuerte y firme, y deben incorporarse al diseño de modo tal que no se desboquen. Los sacos siempre tienen que tener al menos un bolsillo interno: el bolsillo de la libertad y la independencia financiera como dice Susan Irvine. Los mejores tendrán dos o tres, incluso algunos más. Una lista de obviedades, todas conspicuas por su infrecuencia.

 

El 28 de agosto de 1899, un columnista de The New York Times escribió que “no hay gente sin bolsillos que haya sido grandiosa desde que se inventaron los bolsillos, y el sexo femenino no puede ser nuestro rival mientras siga sin bolsillos”. Más de un siglo después y entre tanto, el voto, la patria potestad, el derecho a trabajar, a tener dinero propio y a usar pantalones, pero los bolsillos de Bessie se pueden seguir leyendo como una rareza, una expresión más de su singularidad. La competencia está viciada, es evidente, cuando los bolsillos son una excepción por la que suspiramos y mendigamos y recorrer el espacio público parece una transgresión a expiar con el bolso a cuestas. Como si fuéramos criaturas etéreas sin nada que ocultar, nos toca ubicar los elementos de nuestros mundos privados en un accesorio diseñado para la exhibición.

 

Un bolsillo es siempre un escondite privado, un espacio en el que no caben más que los efectos personales, un límite a la posibilidad de llevar (y complacer) las demandas de los demás. No se puede cargar con todo: los snacks, el botiquín y el costurero. Esa capacidad de andar solo con lo que entra en un par de bolsillos, de decir que no, de poder esconder las herramientas de navegación y de tenerlas siempre a mano para actuar, es una expresión de autosuficiencia que destaca contra la escena de la mujer que pierde las llaves en el desequilibrio de su bolsito. Ahí no hay glamour. Los bolsillos sostienen una imagen de elegancia casual, de invulnerabilidad y misterio, de libertad total.  

 

Sería hipócrita disputar la belleza de las carteras, su valor simbólico, el auxilio que prestan si deseamos llevar cosas de más — Anna Karenina no entra en ningún bolsillo y puede ser exactamente lo que ese día queremos leer. Lo que no cuadra es la ausencia de bolsillos y la omnipresencia de un accesorio, de lo que debería ser un refuerzo, una opción, un capricho. Si al menos lleváramos un revólver en el clutch, como las estrellas de una vieja película noire, o una libreta de hojas blancas para dibujar; pero llevamos el lápiz de labios y toallitas húmedas. Una desgracia. Un desperdicio de recursos. Formas que adquiere la desigualdad.   

 
Texto: Ayelén Arostegui
Fotografía: Fer Valente

 

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